Nadie -jamás- pidió perdón por la flor arrancada. Ni siquiera por su inevitable declive tras el paso de vuestros tornados.
Por no pedir perdón, ni siquiera lo hicisteis al ver como
el jarrón tan preciado que guardaba entre mis manos caía al vacío rompiéndose
en mil pedazos. No escuché tampoco ninguna disculpa cuando el estruendo me despertó y, sobresaltada, comprobé que el mundo no era -ni volvería a ser- el mismo.
Juro que jamás he vuelto a cerrar los ojos con tanta fe como entonces.
Tampoco os escuché musitar ningún “lo siento” cuando el
grito ahogado que callé –y no debí hacerlo- estrangulaba mis cuerdas debajo de
aquél agua que, más que limpiar, embalsamaba.
Y es que a día de hoy -y sólo a veces- sigo tratando de encontrar las piezas de aquél
jarrón violeta que estalló contra el frío suelo de un sexto con ascensor y poco
descansillo.
Quién sabe, si quizás, movida por el ansia de restaurar
aquello que a priori parece imposible o simplemente para recoger con mimo cada
uno de mis yoes más pequeños y llevarnos a un sitio mejor donde descansar.
Donde descansar sin miedos.