Si el de ahí arriba le concediera una tregua a ese que late
en la trinchera de la izquierda se sorprendería hallándome con las manos en la
nuca, inhalando esa pared y tu nombre siendo tallado de nuevo por mis labios.
Me encontrarían pronunciando tu nombre como consuelo, como
despedida, como inmóvil luz al final de un túnel o, simplemente, a modo de
salvavidas.
Pero si me dejaran revivir un momento sería aquel en el que
te elegí a ti entre muchas pistas de aterrizaje suicidas. Aquel en el que sin
dudarlo te elegí entre cientos, entre miles. Entre todas; a pesar de los 3
centímetros que le faltaban a tu falda, y los 16 kilos de arrojo que le
sobraban a tu lengua.
Me quedé con tu ceño fruncido, con las arrugas que producía
tu risa de barra de bar no sólo en tus comisuras, con tus pasos dobles entre
cañones dirigidos por ballestas y no por hombres con batutas.
Me quedé y me quedo con tus ideales, tus gritos y tus
silencios sólo existentes cuando me tenías de frente.
Me quedo y guardo el pañuelo con el que te apartabas el pelo
y sujetabas tus ideas de asaltos kamikaces a altas horas de la noche, porque
como tú decías, “de noche, todos los gatos son pardos”
Me guardaría, si pudiese, cada una de las palabras que
juraste susurrarme a la vuelta de tu esquina.
Los minutos de espera que vuelan en círculos cerrados
esperando reencontrarse un día con tus arañazos que, más que quitar, me regalan
la piel.
Me encantaría susurrar tus iniciales y que el viento,
desmenuzándolas, se encargase del resto. Adelantaría unos segundos mi muerte, aunque
eso supusiese robarme a mí mismo tiempo de pensarte, si me aseguran que mis
ganas de verte jugarán de nuevo con el vuelo de tu falda cuando todo acabe.
Si me garantizan que sigues conservando la punta de la
lengua sin mordeduras, que tus manos han sido atadas pero nunca talladas y que
no se te ha sido estirpada la libertad que proclamaban las 3 franjas de tu
bandera.