Solía apartarse el pelo de la cara, sostenerse la barbilla y
llevarse de la mano a cualquier otra parte cuando las cosas se ponían feas.
Escudriñaba su interior y creaba túneles sin salida para
esconderse después y discutir con esas voces que, ancladas en el pasado,
querían ser partícipes de su futuro.
Gritaban y ella se susurraba qué hacer. Corría y temblaba. Temblaba
hasta caer.
Y sólo cuando no le
quedaban más vibraciones en la garganta buscaba un cordón en el techo, tiraba y
aparecía de nuevo frente al espejo.
Entonces corría la cortina, se lamía las heridas y sollozaba
en sus hombros. Giraba el grifo hasta el punto del derrame y endulzaba el agua
con un par de lágrimas que morían entre sus piernas.
Se susurraba consuelos al oído con efecto “sedación” más que
“resolución”.
Se arañaba la piel y luego arrancaba cada una de sus uñas
para no destrozarse la garganta.
Pasaba horas protegiendo a las baldosas del frío, gritándose
y perdiéndose. Y sólo cuando lo creía suficiente se tendía la mano, levantaba
su cuerpo y lo conducía hasta la cama
donde con calma se acunaba y, uniéndose las pecas de sus mejillas, juraba
que mañana sería otro día.
Y cantándose nanas a media voz esperaba a quedarse dormida
para luego marcharse, sin hacer ruido, sin Ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario