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"Y es que el universo siempre conspira a favor de los soñadores"

viernes, 2 de octubre de 2020

Y dejé de buscar fuera aquello que siempre debió latir dentro.

 Una mañana, en un intento de calmarme el ansia, recorría la piel de mis brazos con la yema de mis dedos. Empezaba no sólo a acostumbrarme a aquél mágico ritual. Me gustaba, era mi pequeña y superflua búsqueda de paz. Y es por eso mismo por lo que lo hacía sin prisa, recreándome en la suavidad innata de mi piel y dibujando formas abstractas con el vértice de mis dedos.

Fue entonces, entre cosquilla y cosquilla, cuando me percaté de lo gruesas que se habían vuelto mis cadenas. Esas que un día, tímidas y sin permiso, habían crecido alrededor de mis muñecas. Llevaban mucho tiempo ahí y yo ya las sentía como una continuidad natural de mi propio cuerpo. Lo que nunca fui capaz de ver hasta entonces fue la gran columna a la que me tenían encadenada. Y es que di tantas vueltas alrededor de ella que ahora me explico eso de los mareos, pérdidas de rumbo y estómagos encogidos.

Esa mañana lo vi claro, al fin.

Había perdido tantísimo tiempo envuelta en giros por inercia que no sabía muy bien por dónde empezar pero, al menos, tenía claro dónde no quería quedarme ni un minuto más. Así que sí, puede decirse que simplemente abrí los ojos y me cansé. Me cansé de los círculos cerrados, de volver a empezar en la misma casilla y nunca ganar la partida. Me cansé de profetizar cómo acababa la historia y de encontrarme repitiendo los mismos patrones, las mismas inseguridades, los mismos miedos y los mismos errores. Me cansé de estar encadenada a la misma columna de siempre, de dar vueltas a su alrededor esperando que el paisaje cambiase, que mágica y sencillamente fuese diferente. Lo peor de todo es que, en el fondo, llevaba años besando unas cadenas que cada vez hacían más daño.

Pero esa mañana lo vi claro.

Me cansé de “sobrevivir”, que viene a ser lo mismo que “vivir limitado”. Sólo quería escapar, alejarme cuanto antes de aquél lugar. 

Por primera vez veía que tenía un verdadero milagro entre las manos, una nueva oportunidad que, además, se renovaría con cada amanecer. Tenía mi propia existencia latiendo entre los dedos y el sentimiento de ser la única y auténtica responsable de mi felicidad.

Así que, con una mueca de valentía en los labios, me llené los pulmones de aire y expiré todas aquellas mentiras que había creado a mi alrededor. Repasé cada uno de mis pensamientos y deseché aquellos que perpetuaban mi esclavitud. Rompí mis cadenas. Liberé mi esencia. Me limpié el polvo de las rodillas, saqué las chinas de mis zapatos, cosí con cariño los bolsillos y los llené de besos perdidos. Me sonreí desde dentro y me dejé endulzar los oídos con palabras que, esta vez, vibraban con el sonido de mi voz.

¿Y para celebrarlo? Para celebrarlo planté un jardín de rosas allí donde tantos días había llorado.

viernes, 17 de abril de 2020

SILENCIOSA ORACIÓN


Siento como el corazón palpita más despacio que nunca, como si poco a poco cualquier rastro de vida se ralentizase a mi paso. Se me taponan los oídos, se enmudece mi voz y una nube gris -instalada desde hace días entre mis pestañas- amenaza con romper.

Siento como cada número nuevo me susurra una historia de amor al oído a cuyos protagonistas nunca alcanzo a contemplar el rostro.

Siento como el corazón se estremece y encoge; me sumo en ese estremecimiento y, cuando quiero darme cuenta, lo siento encharcado en una compasión inmensa que intenta abrazar en la distancia -ahora es siempre en la distancia- a aquellas familias envueltas en llanto.

Me siento más “lejos” que “cerca” y juro que me gustaría ser todas esas risas que faltan, esos brazos que arropan, esa mano que sujeta con firmeza, esa puesta de sol que calma e insufla esperanza. Me gustaría ser todo aquello que necesitan, todo aquello que merecen, todo aquello que ahora siento que no puedo dar.  Y entonces, todo “yo”, todo mi ser con sus miedos y angustias,  se convierte en oración; en la más humilde y silenciosa oración.

miércoles, 15 de abril de 2020

A veces me asusta.


A veces me asusta.


Y es que no acabo de acostumbrarme del todo a eso de que me nazcan margaritas de los dedos cada vez que acaricio tu espalda. Ni a que sepas si me desperté soleada, con complejo de vendaval o con pretensiones de huracán con tan sólo cruzar dos palabras.

Tampoco logro acostumbrarme del todo a esa fuerza con la que me atraes una y otra vez hacia tu persona, haciéndome recortar cualquier mínima distancia entre los dos. No entiendo cuál es esa magia tuya que -a pesar de los años- sigue siendo un misterio y logra envolverme por completo. Esa que me atrae sin miramientos ni frenos, que no entiende de lugares o momentos correctos. Aquella que me hace morder deliberadamente el anzuelo que despunta en tus pupilas para, minutos después, acabar muriendo en el filo de tu boca.

Y es ahí, justo ahí, a dos milímetros de rozar tu aliento, donde pierdo la razón y ya no tengo tan claro si muero o nazco, si acabo de resucitar o no había vivido hasta entonces, si sabes a cielo o acaso es éste quien sabe a ti convirtiendo así, el "blasfemar", en un pecado algo menos serio.