Siempre ha sido ella, aunque a veces tuviese ojos de Silvia
y sonrisa de perra.
Era ella hasta cuando se olvidaba en casa y salía a
buscarme. Cuando nos fotografiaba desde arriba y desde abajo y desde ese lado bueno
y desde aquél que no lo era tanto.
Era ella cuando salía pronto y llegaba tarde, cuando corría entre
las gentes y sus excusas buscando algo de magia o encanto. Cuando se escondía
detrás de mí porque le asustaba la forma en que empezaba a mirarla el mundo. Desde
arriba. Por encima de su propio hombro. Y entonces yo le decía que no había
ningún mundo mirando sino contemplando, pero no me creía.
Nunca lo hizo.
Tampoco la culpo.
Era ella cuando reía callando mis miedos, cuando susurraba y
el mundo se paraba intentando escucharla. Era ella cuando se despertaba Anna y
bailaba hasta las tantas, cuando se sentía Amy y bebía hasta perder la consciencia
y hacer que le temblasen las piernas. Cuando tenía a Moisés en su piel y abría cualquier
herida a modo de mar y dejaba que sangrase mientras paseaba sus pies -siempre descalzos-
por mis resquicios embotados.
Era ella cuando soñaba despierta pero también cuando dormía
en mi pecho en noches de guerra.
Cuando volaba. Cuando creía. Cuando era el último verso de
Neruda y una de las muchas golondrinas de Bécquer.
Sí, era ella porque siempre volvía.
A veces se sorprende en brazos de otro siendo un poco
Julieta. Hay noches en las que miente mucho y besa poco, otras en cambio, se deja
la piel en los asientos del primer coche que encuentra.
Ella siempre es ella cuando le grita a la vida y ésta le castiga. Cuando besa
su silencio y abraza sus heridas. Es ella cuando brilla, cuando despierta,
cuando crea y nos reinventa mejores. Siempre mejores.
Ella era ella hasta que un día dejó de ser.
Y entonces se deshizo en la nada del caos sin saber que yo amaba cada
una de sus pieles y sus diez mil versiones de mujer a pesar de que ni ella
misma lo hiciese.