Siento como el corazón palpita más despacio que nunca, como
si poco a poco cualquier rastro de vida se ralentizase a mi paso. Se me taponan
los oídos, se enmudece mi voz y una nube gris -instalada desde hace días entre mis
pestañas- amenaza con romper.
Siento como cada número nuevo me susurra una historia de
amor al oído a cuyos protagonistas nunca alcanzo a contemplar el rostro.
Siento como el corazón se estremece y encoge; me sumo en ese
estremecimiento y, cuando quiero darme cuenta, lo siento encharcado en una
compasión inmensa que intenta abrazar en la distancia -ahora es siempre en la
distancia- a aquellas familias envueltas en llanto.
Me siento más “lejos” que “cerca” y juro que me
gustaría ser todas esas risas que faltan, esos brazos que arropan, esa mano que
sujeta con firmeza, esa puesta de sol que calma e insufla esperanza. Me
gustaría ser todo aquello que necesitan, todo aquello que merecen, todo aquello
que ahora siento que no puedo dar. Y
entonces, todo “yo”, todo mi ser con sus miedos y angustias, se convierte en oración; en la más humilde y
silenciosa oración.