Podría
quedarme a vivir de por vida en el hueco perfecto entre tu pecho y tu hombro.
Podríamos
convivir en un adosado los días en los que me odies un poco más o me quieras
querer un poco menos. Compartir, de este modo, la pared que nos separa.
Prometo, de antemano, no ser una buena vecina. Ya te estoy avisando, no me
hables de traiciones y traidores después.
Rasgaré en mil pedazos las cortinas
que me regalarás, con una sonrisa, como bienvenida a tu pequeño vecindario.
Arrastraré sillas, compraré muebles inservibles y redecoraré la casa cada 30
minutos de reloj. Reloj que, con cada en punto, traerá al mundo un pequeño
jilguero que te atormentará los oídos hasta el punto de hacerte querer vivir medio bien, como lo hacía Van Gogh. Jugaré a las canicas a la hora de la siesta y a la
diana, sin ella, cuando tengas que ponerte a trabajar.
Luego quizás descanse, hacerte la vida
imposible me es tan agotador. Me pondré cómoda. Optaré por una camiseta ancha y
larga que cubra mi falta de decoro y de ropa interior. Me encenderé un cigarro
y saldré al porche a observar cómo, inútilmente, intentas encontrar un poco de
paz. Daré vueltas al mechero mientras valoro si ya es suficiente por hoy.
Pero pondré
fin a mi débil pensamiento vaciando mi cenicero en el felpudo de tu puerta con
una nota en la que diga que habrá chocolate caliente y algodón de azúcar sólo si me dejas pasar.
Entonces te dibujaré
un maltrecho corazón y firmará abajo “la vecina de al lado” escondiendo en un
simple garabato todas las ganas del mundo de que le hagas un poco de caso.