Siempre
habíamos sido un par de jirones hechos a partir de tirones que se llenaban
la boca a base de descosidos y emendaban sus errores más mundanos con un
par de remiendos de contrabando.
Siempre
habíamos sido esa casualidad tan bonita de la que aún no han dejado de hablar
las canciones más audaces. Las prisas y esa insoportable impuntualidad causada por
episodios de amor contra mi armario que la gente nunca ha logrado entender.
Éramos
paz.
Paz
en la mañana. Paz en mi colchón. Paz tras la resaca.
Ciertamente
éramos paz y la peor guerra jamás creada en esas noches de verano donde cada
uno volvía a casa por diferentes caminos. En esas noches en las que jurábamos
no volver a vernos y que horas más tarde nos sorprendía el sol de mediodía
firmando un nuevo armisticio donde pactábamos querernos hasta las tantas y
abrirnos paso de la mano entre la multitud de cualquier feria.
Siempre
fuimos eso. Un todo y un nada. Una suspensión de hostilidades pactada entre dos
almas beligerantes. Dos sinsentido que no eran nada sin serlo todo.
Y es que eso de las medias tintas o tintas a
medias, ya sabían ellos, quizás demasiado bien, que no era la solución a sus
problemas.
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